Publicado en Diario SUR por Francisco Moreno Moreno
Esta vez sí es diferente. Una crisis sanitaria mundial sin precedente, especialmente virulenta en España, unas consecuencias económicas devastadoras para todo nuestro sistema productivo y un Gobierno con una carga ideológica populista sin parangón, esta es la dramática realidad que acecha hoy a la sociedad española.
Todos los organismos internacionales y nacionales liderados por el FMI y el Banco de España vaticinan los peores augurios para nuestro país en 2020, con una retracción del PIB que podría superar el 13%, un déficit público de ese mismo orden y una tasa de desempleo superior al 20%. Jamás en nuestra historia más reciente se habían alineado tantos factores negativos internos y externos. La destrucción de parte de nuestro tejido empresarial, en su mayor parte compuesto por pymes poco capitalizadas pero que genera el 65% del empleo, va a ser inevitable. Las medidas arbitradas por el Ministerio de Economía dirigidas a dotar de liquidez a los agentes económicos son necesarias, pero por sí solas no van a impedir que muchos empresarios y autónomos cierren. A un gran número de estos les será imposible acogerse a estas ayudas, entre otras razones por la incapacidad material de soportar los costes fijos, además de no poder sumar más endeudamiento al que ya tienen. Con o sin aval del Estado, los préstamos, más tarde o más temprano, hay que atenderlos, y difícilmente se pagarán si la facturación va a caer sin solución de continuidad. El empresario que sobreviva no va a tener más remedio que reinventarse, reduciendo su capacidad productiva, lo que implicara más paro, menos consumo, contracción de la inversión, descenso en la recaudación impositiva y mayor déficit gubernamental.
En función de las medidas que se adopten para paliar el deterioro de las cuentas públicas, estas favorecerán la recuperación o por el contario nos llevarán a un punto de difícil retorno. Los gastos sanitarios y de protección social crecerán de forma ineludible. Cualquier sociedad desarrollada que se precie no puede abandonar a su suerte a los más desfavorecidos y más aún en circunstancias como las actuales, donde miles de familias se ven sin recursos para atender sus necesidades más perentorias. Sea cual sea el nombre que se le haya puesto, una renta vital básica, que de alguna u otra forma ya se contempla en las comunidades autónomas, hoy resulta imprescindible. Es un tema que provoca mucho debate y se asocia a las ideologías progresistas de izquierda, eludiendo no sin cierta intención que dos de los principales pensadores liberales como son Friederich Hayek y Milton Friedman defendieron este concepto redistributivo como parte de su ideal social. No obstante, este tipo de ayuda estatal debe ser temporal y condicionado a la imposibilidad real para trabajar, ajena a la voluntad del necesitado. De lo contrario, si no se establece un criterio restrictivo para mantener esta asistencia, el efecto inmediato puede originar en el beneficiario una dependencia que le paralice a la hora de asumir su responsabilidad, impidiéndole desarrollar todo su potencial como individuo libre, y, en definitiva, condenándole a él y a su familia a una pobreza moral y social insalvable.
Una subida de impuestos a las clases medias, a las empresas y a los autónomos que a duras penas logren seguir en pie no va a impulsar el crecimiento, sino más bien lo contrario. Otra alternativa poco recomendable sería recurrir a un endeudamiento gigantesco que los mercados se nieguen proveer, si no va aparejado de una prima de riesgo insostenible. No va a quedar más remedio que repensar el modelo organizativo de un Estado sobredimensionado que no nos podemos permitir, con diecisiete gobiernos autonómicos descoordinados, con innumerables duplicidades y unos gastos superfluos descomunales dirigidos a mantener redes clientelares, cuando no a desprestigiar a España como a diario hace el Ejecutivo independentista de la Generalidad de Cataluña, uno de los aliados preferentes del Gobierno a la hora de establecer pactos. Resulta vomitivo asistir cada quince días a las comparecencias de Pedro Sánchez en la sede de la soberanía nacional, con esa actitud suya servil, sumisa y mansa, cuando se dirige a los supremacistas de Junts per Cataluña, al charnego tonto útil de Esquerra y a los bilduetarras.
Si de verdad se quiere generar confianza en España y en la comunidad internacional, además de manifestar una sincera e inequívoca voluntad de llegar a un gran pacto con los partidos constitucionalistas, convendría que los ministros comunistas de este Gobierno se abstuvieran de lanzar consignas ideológicas. Generan bastante inquietud cuando con poco disimulo cuestionan la propiedad privada, defienden un control de los medios de comunicación, incitan caceroladas contra el jefe del Estado y sin ambages abogan abiertamente por un cambio de régimen. Quizás sea mucho pedir, pero estos politólogos, cuyos méritos más notables se circunscriben al asesoramiento de Maduro y su antecesor Chaves, deberían preguntarse por qué intelectuales de ayer y de hoy como André Malraux, Albert Camus, George Orwell y Vargas Llosa, por citar a algunos, abrazaron alguna vez ideas de extrema izquierda, para poco después abominar de las mismas cuando comprobaron la realidad práctica de estos postulados.
Se me antoja poco convincente acudir a las instituciones europeas exigiendo ayudas y mutualización de la deuda con estos compañeros de viaje y, que sepamos, sin ningún propósito de enmienda.
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